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domingo, 21 de marzo de 2010

POEMAS DE JOSÉ ÁNGEL VALENTE


José Ángel Valente (Ourense, 1929 - Ginebra, 2000) es, sin duda, uno de los escritores españoles más importantes y significativos de la literatura de postguerra, pero, al mismo tiempo, es también una de las personalidades intelectuales más relevantes de la cultura europea del siglo XX. Nacido en Ourense el 25 de abril de 1929, vivió su infancia y su adolescencia en Galicia, en cuya Universidad comenzó a estudiar Derecho. En los años cuarenta publicó versos en gallego y se relacionó con el galleguismo cultural, actitud lingüística que brotará en los años ochenta con el poemario Sete cántigas de alén (1981), luego ampliado en Cántigas de alén (1989), y con otros escritos en prosa de motivación galaica. Además, Galicia -y, particularmente, su ciudad natal- tiene una importante presencia en su obra en castellano. La obra en verso de José Ángel Valente, muy personal e independiente, fue insertada con mayor o menor fortuna interpretativa, pero innegable perspectiva cronológica, en el llamado grupo poético de los años cincuenta o generación del medio siglo. Sin embargo, el permanente alejamiento físico e intelectual del poeta, la renovadora originalidad de su obra y la deliberada desconexión de uno y otra con respecto a dicho agrupamiento, hacen de José Ángel Valente un autor único y singular, ajeno a toda escuela y a cualquier tendencia preestablecida. Se trata, en fin, de un poeta diferente, que, como ya se escribió, es lo mejor que se puede decir de un poeta. Su trayectoria poética castellana es sobradamente conocida por el lugar central que ocupa en la literatura española de postguerra y por su progresiva apertura a la más avanzada modernidad europea. Así lo atestiguan sus libros y opúsculos A modo de esperanza (1955), Poemas a Lázaro (1960), La memoria y los signos (1966), Siete representaciones (1967), Breve son (1968), Presentación y memorial para un monumento (1970), El inocente (1970), Treinta y siete fragmentos (1972), El fin de la edad de plata (1973), Interior con figuras (1976), Material memoria (1978), Tres lecciones de tinieblas (1980), Estancias (1981), Tránsito (1982), Mandorla (1982), El fulgor (1984), Nueve poemas (1986), Al dios del lugar (1989), No amanece el cantor (1992, premio Nacional de Poesía) y Fragmentos de un libro fututo (2000). Con el título de Punto cero, recogió su poesía en 1972 (incluyendo también Treinta y siete fragmentos, obra no publicada en edición independiente hasta 1989) y en 1980. Fue antologado en Noventa y nueve poemas (1981), por José-Miguel Ullán, y en Entrada en materia (1985), por Jacques Ancet, así como traducido al francés, portugués, italiano, inglés y alemán en libros y revistas editados en Francia, Canadá, Bélgica, Portugal, Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania. Además, alguno de sus poemas castellanos fue traducido al gallego, mientras que su obra en gallego fue traducida íntegramente al castellano y al catalán. Esporádicamente, escribió también versos en francés, como los contenidos en el pliego A Madame Chi, en remerciement du réveil (1982). Su conexión con la más granada tradición poética occidental puede apreciarse también en sus traducciones de creadores de tan diversa procedencia lingüística como John Donne, John Keats, Gerard Manley Hopkins, Konstantinos Cavafis, Benjamin Péret, Paul Celan, Eugenio Montale o Edmond Jabés, así como, incluso, en su versión inédita del prólogo griego al Evangelio según San Juan. En cuanto a su relación con la más fructífera avanzada artística europea, puede recordarse que es autor de libros de arte en colaboración con pintores como Antonio Saura (Emblemas, 1978), Antoni Tàpies (El péndulo inmóvil, 1982), Paul Rebeyrolle (Desaparición Figuras, 1982) o Jürgen Partenheimer (Raíz de lo cantable, 1991), así como con la fotógrafa Jeanne Chevalier (Calas, 1980). Cultivador de la más rigurosa prosa poética y narrativa, su primera obra de este género, Número trece (1971), fue secuestrada por la censura franquista y le ocasionó un auto de procesamiento, pero pudo ser parcialmente reunida en El fin de la Edad de Plata (1973), ciclo complementado más adelante con Nueve enunciaciones (1982).
Colaboró muy asiduamente en la prensa cultural española de postguerra, a veces en modo polémico, pero siempre esclarecedor. Buena parte de sus ensayos esparcidos por medios diversos fueron reunidos en Las palabras de la tribu (1971) y en La piedra y el centro (1983). A este último volumen incorporó su Ensayo sobre Miguel de Molinos, que había servido de introducción a su edición de la Guía espiritual, seguida de Fragmentos de la «Defensa de la contemplación», de dicho místico heterodoxo (1974), textos sobre los que volvió en prólogo y edición posteriores (1989). Como Lectura en Tenerife (1989) fue publicada una presentación y selección de textos propios leídos en dicha isla. El reconocimiento crítico de la obra en verso y en prosa de José Ángel Valente fue inmediato y perdurable, aunque no siempre estuvo a la altura de su calidad literaria. Su primer libro, A modo de esperanza, obtuvo el Premio Adonais, mientras que el segundo, Poemas a Lázaro, recibió el Premio de la Crítica. Después de un cierto despego de los medios culturales españoles en beneficio de su independencia moral y creativa, se reanudó su reconocimiento en aquellos al concedérsele de nuevo el Premio de la Crítica por Tres lecciones de tinieblas, el Premio de la Fundación Pablo Iglesias (1984) y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1988). Desde el principio, su obra mereció la atención de los más importantes estudiosos y escritores (desde Emilio Alarcos Llorach a Pere Gimferrer), a veces significativamente relacionados con espacios diversos de Europa (como Oreste Macrí, Gustav Siebenmann o María Zambrano), de África (como Juan Goytisolo o Edmond Amran El Maleh) y de América (como José Lezama Lima, Andrew P. Debicki, José Olivio Jiménez o Juan Gelman). La riqueza de géneros, formas, contenidos y connotaciones multiartísticas de la obra de José Ángel Valente, tan variada como coherente, está fundamentada en la máxima exigencia crítica y creativa que cualquier escritor en castellano haya tenido alguna vez. No en vano supone al tiempo la culminación del ensamblaje de maestría de la tradición renacentista y barroca castellana (San Juan de la Cruz, Góngora, Quevedo), conexión con el arte de la meditación (metafísicos ingleses, ascéticos y místicos españoles) y asimilación universalista de la tradición de la ruptura que postulaba Octavio Paz (románticos alemanes e ingleses, simbolistas franceses, postsimbolistas europeos y americanos de vanguardia). Manifestación de la verdadera vanguardia y conciencia crítica de la sociedad contemporánea, la obra literaria y la reflexión intelectual de José Ángel Valente constituyen, en suma, una aportación honesta, radical, completa y absolutamente ejemplar a la cultura de la búsqueda y del conocimiento.


LATITUD

No quiero más que estar sobre tu cuerpo
como lagarto al sol los días de tristeza.

Se disuelve en el aire el llanto roto,
al pie de las estatuas
recupera la hiedra
y tu mano me busca
por la piel de tu vientre
donde duermo extendido.

El pensamiento melancólico
se tiende, cuerpo, a tus orillas,
bajo el temblor del párpado, el delgado
fluir de las arterias,
la duración nocturna del latido,
la luminosa latitud del vientre,
a tu costado, cuerpo, a tus orillas,
como animal que vuelve a sus orígenes.



ILUMINACIÓN

Cómo podría aquí cuando la tarde baja
con fina piel de leopardo hacia
tu demorado cuerpo
no ver tu transparencia.

Enciende sobre el aire
mortal que nos rodea
tu luminosa sombra.
En lo recóndito
te das sin terminar de darte y quedo
encendido de ti como respuesta
engendrada de ti desde mi centro.

Quién eres tú, quién soy,
dónde terminan, dime, las fronteras
y en qué extremo
de tu respiración o tu materia
no me respiro dentro de tu aliento.

Que tus manos me hagan para siempre,
que las mías te hagan para siempre
y pueda el tenue
soplo de un dios hacer volar
al pajarillo de arcilla para siempre.

 EL TEMBLOR

La lluvia
como una lengua de prensiles musgos
parece recorrerme, buscarme la cerviz,
bajar,
lamer el eje vertical,
contar el número de vértebras que me separan
de tu cuerpo ausente.

Busco ahora despacio con mi lengua
la demorada huella de tu lengua
hundida en mis salivas.

Bebo, te bebo
en las mansiones líquidas
del paladar
y en la humedad radiante de tus ingles,
mientras tu propia lengua me recorre
y baja,
retráctil y prensil, como la lengua
oscura de la lluvia.

La raíz del temblor llena tu boca,
tiembla, se vierte en ti
y canta germinal en tu garganta.



LUEGO DEL DESPERTAR....

Luego del despertar
y mientras aún estabas
en las lindes del día
yo escribía palabras
sobre todo tu cuerpo.

Luego vino la noche y las borró.
Tú me reconociste sin embargo.

Entonces dije
con el aliento sólo de mi voz
idénticas palabras
sobre tu mismo cuerpo
y nunca nadie pudo más tocarlas
sin quemarse en el halo de fuego.



SÉ TÚ MI LÍMITE

Tu cuerpo puede
llenar mi vida,
como puede tu risa
volar el muro opaco de la tristeza.

Una sola palabra tuya quiebra
la ciega soledad en mil pedazos.

Si tu acercas tu boca inagotable
hasta la mía, bebo
sin cesar la raíz de mi propia existencia.

Pero tú ignoras cuánto
la cercanía de tu cuerpo
me hace vivir o cuánto
su distancia me aleja de mí mismo
me reduce a la sombra.

Tú estás, ligera y encendida,
como una antorcha ardiente
en la mitad del mundo.

No te alejes jamás:
Los hondos movimientos
de tu naturaleza son
mi sola ley.
Retenme.
Sé tú mi límite.
Y yo la imagen
de mí feliz, que tú me has dado.

 EL DESEO ERA UN PUNTO INMÓVIL...

Los cuerpos se quedaban del lado solitario del amor
como si uno a otro se negasen sin negar el deseo
y en esa negación un nudo más fuerte que ellos mismos
indefinidamente los uniera.

¿Qué sabían los ojos y las manos,
qué sabía la piel, qué retenía un cuerpo
de la respiración del otro, quién hacía nacer
aquella lenta luz inmóvil
como única forma del deseo?



EL CÍRCULO

Estaba la mujer con sus dos senos,
su única cabeza giratoria,
la longitud de su sonrisa, el aire
de estar y de alejarse sabiamente fingido.

Estaba rodeada de sí misma,
de admiración opaca y compartida,
bajo la oscura luz de las miradas.

La complacencia del estar henchía
de estólida ternura los objetos cercanos.

Estaba en pie sumándose a su cuerpo.
Las palabras sonaban conllevando sentidos
superfluos y crasos.

Giraba la mujer.

Rebasaba su órbita
como un pronunciamiento
de todo lo que es bello,
vacío, ritual, sonoro, triste.



ESTA IMAGEN DE TI

Estabas a mi lado
y más próxima a mí que mis sentidos.

Hablabas desde dentro del amor,
armada de su luz.
Nunca palabras
de amor más puras respirara.

Estaba tu cabeza suavemente
inclinada hacia mí.
Tu largo pelo
y tu alegre cintura.
Hablabas desde el centro del amor,
armada de su luz,
en una tarde gris de cualquier día.

Memoria de tu voz y de tu cuerpo
mi juventud y mis palabras sean
y esta imagen de ti me sobreviva.



NO ME DEJES VIVIR

No me dejes vivir.
Ahógame en lo alto.
Sobre tu cuerpo enfurecido.
No me dejes vivir...

Hay navíos que abaten en el largo descenso
su arboladura amarga.



LA MUJER ESTABA DESNUDA...

La mujer estaba desnuda.

Llegó un hombre,
descendió a su sexo.
Desde allí la llamaba
a voces cóncavas,
a empozados lamentos.
Pero ella
no podía bajar
y asomada a los bordes sollozaba.

Después, la voz, más tenue
cada día,
ya se iba perdiendo en remotos vellones.

La mujer sollozaba.

Tendió grandes pañuelos
en las lámparas rotas.

Vino la noche.

Y la mujer abrió de par en par
sus inexhaustas puertas.

 OCTUBRE

Hay una leve luz caída
entre las hojas de la tarde.
Dame
tu mano y cruza
de puntillas conmigo
para nunca pisarla,
para no arder tan tenue
en sus dormidas brasas
y consumirte lenta
en el perfil del aire.

 SÓLO EL AMOR...

Cuando el amor es gesto del amor y queda
vacío un signo sólo.
Cuando está el leño en el hogar,
mas no la llama viva.
Cuando es el rito más que el hombre.
Cuando acaso empezamos
a repetir palabras que no pueden
conjurar lo perdido.

Cuando tú y yo estamos frente a frente
y una extensión desierta nos separa.
Cuando la noche cae.
Cuando nos damos
desesperadamente a la esperanza
de que sólo el amor
abra tus labios a la luz del día.

 TODA LA NOCHE...

Toda la noche me alumbres
redonda en el silencio.
Toda la noche, luna,
alúmbresme en el cielo.

Toda la noche me alumbres,
escudo de mi pecho,
escudo de verdad
firme en el cielo negro.

Toda la noche me alumbres
desnudo contra el sueño:
con la luz que reluces
hazme más verdadero.
Con la luz que reluces
toda la noche me alumbres.

 LA VÍSPERA

El hombre despojose de sí mismo,
también del cinturón, del brazo izquierdo,
de su propia estatura.

Resbaló la mujer sus largas medias,
largas como los ríos o el cansancio.

Nublose el sueño de deseo.
Vino
ciego el amor
batiendo un cuerpo anónimo.
De nadie
eran la hora ni el lugar
ni el tiempo de los besos.

Sólo el deseo de entregarse daba
sentido al acto del amor,
pero nunca respuesta.

El humo gris.
El abandono.
El alba
como una inmensa retirada.
Restos
de vida oscura en un rincón caídos.
y lo demás vulgar, ocioso.
El hombre
púsose en orden natural, alzóse
y tosió humanamente.
Aquella hora
de soledad. Vestirse de la víspera.
Sentir duros los límites.
Y al cabo
no saber, no poder reconocerse.

 PROHIBICIÓN DEL INCESTO

Piedra cuadrangular.
El búho reposa
en la lubricidad del pensamiento.

Igual en el secreto envoltorio del vientre.

El cuerpo de la mujer se quiebra así
en dos formas sangrientas.
Recuerdo el parto al amanecer
como lleno de aire salino
y la fatiga de haber corrido mucho por los arenales.

Piedra cuadrangular.
El tiempo roto
en cuerpos que eran antes
y que serán después,
mientras el amante recién engendrado
entra en el cuerpo de la mujer madre
con el alarido de la posesión.
Y el mismo rito.
Y el mismo cuerpo.
Y la prohibición solar
de amar lo que hemos engendrado.




MUERTE Y RESURRECCIÓN

No estabas tú, estaban tus despojos.

Luego y después de tanto
morir no estaba el cuerpo
de la muerte.
Morir
no tiene cuerpo.
Estaba
traslúcido el lugar
donde tu cuerpo estuvo.

La piedra había sido removida.

No estabas tú, tu cuerpo, estaba
sobrevivida al fin la transparencia.



EN MUCHOS TIEMPOS

En muchos tiempos
tu cabeza clara.

En muchas luces
tu cintura tibia.

En muchos siempres
tu respuesta súbita.

Tu cuerpo se prolonga sumergido
hasta esta noche seca,
hasta esta sombra.

 PERO TÚ NUNCA

Soledad, sí
pero tú nunca.
Ausencia,
pero tú nunca:
inmóvil luz sin término
bajo la luna fría
de la falta de amor.



EL ADIÓS

Entró y se inclinó hasta besarla
porque de ella recibía la fuerza.

(La mujer lo miraba sin respuesta.)

Había un espejo humedecido
que imitaba la vida vagamente.
Se apretó la corbata,
el corazón,
sorbió un café desvanecido y turbio,
explicó sus proyectos
para hoy,
sus sueños para ayer y sus deseos
para nunca jamás.

(Ella lo contemplaba silenciosa.)

Habló de nuevo. Recordó la lucha
de tantos días y el amor
pasado. La vida es algo inesperado,
dijo. (Más frágiles que nunca las palabras.
Al fin calló con el silencio de ella,
se acercó hasta sus labios
y lloró simplemente sobre aquellos
labios ya para siempre sin respuesta.




POEMA

Sentí real el pálpito
de tu oscura impresencia.

Supe que estabas.
Te busqué.
Ardía lento el fuego en los rincones
más secretos del ciego laberinto.

No busqué la salida, la imposible
salida.
Te buscaba.

Manifiéstate,
dije, sintiendo repentino
que ya lo habías hecho en el latido
de lo no manifiesto.



TODA A LA SOLEDAD

Ah soledad,
Mi vieja y sola compañera,
Salud.
Escúchame tú ahora
Cuando el amor
Como por negra magia de la mano izquierda
Cayó desde su cielo,
Cada vez más radiante, igual que lluvia
De pájaros quemados, apaleado hasta el quebranto, y quebrantaron
Al fin todos sus huesos,
Por una diosa adversa y amarilla
Y tú, oh alma,
Considera o medita cuántas veces
Hemos pecado en vano contra nadie
Y una vez más aquí fuimos juzgados,
Una vez más, oh dios, en el banquillo
De la infidelidad y las irreverencias.
Así pues, considera,
Considérate, oh alma,
Para que un día seas perdonada,
Mientras ahora escuchas impasible
O desasida al cabo
De tu mortal miseria
La caída infinita
De la sonata opus
Ciento veintiséis
De Mozart
Que apaga en tan insólita
Suspensión de los tiempos
La sucesiva imagen de tu culpa
Ah soledad,
Mi soledad amiga, lávame,
como a quien nace, en tus aguas australes
y pueda yo encontrarte,
descender de tu mano,
bajar en esta noche,
en esta noche séptuple del llanto,
los mismos siete círculos que guardan
en el centro del aire
tu recinto sellado.

POEMAS DE JOSÉ HIERRO





El 3 de abril de 1922 nace en Madrid José Hierro del Real . En 1924 su familia se traslada a Santander. En 1934 recibe un premio de cuento infantil, en el “Ateneo Popular” de Santander. Inicia en 1936 la carrera de perito electromecánico en la Escuela de Industrias, que se vio obligado a interrumpir en 1936, con el estallido de la Guerra Civil. Durante los años en que dura la guerra se afilia a la "Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios". Al entrar las tropas del general Franco en la ciudad su padre es encarcelado, y él también corre la misma suerte. El 3 de septiembre de 1939 es detenido a consecuencia de sus actividades clandestinas de ayuda a los presos; ingresa en la Prisión Provincial y recorre una serie de cárceles del país como: Comendadoras (Madrid), Palencia, de nuevo Santander, Porlier y Torrijos (Madrid), Segovia y Alcalá de Henares. Es procesado dos veces y, finalmente, se lo condena a doce años y un día de reclusión; sin embargo, abandonará la cárcel en 1944, hasta ser puesto en libertad en Alcalá de Henares en 1944, y en marzo de ese mismo año muere su padre. Luego de ser puesto en libertad, José Hierro se traslada a Valencia donde se dedica por entero a escribir. En esta época participa en la fundación de la revista “Corcel” y la revista “Proel”, en esta última publicó Tierra sin nosotros, su primer libro de poemas, en 1947. En ese mismo año con su segunda obra Alegría obtuvo el Premio “Adonais” de poesía y también regresa a Santander donde vivirá hasta 1952. En 1949 contrae matrimonio con María de los Ángeles Torres. Publica el poema inédito “El viento del sur”, en tirada privada de cien ejemplares. En 1952 se traslada a Madrid donde comienza a trabajar en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el Ateneo, donde dirigirá la Sala de Santa Catalina, y en la Editora Nacional, donde desempeño diferentes trabajos. Posteriormente, trabajará en Radio Exterior de España y Radio 3, para incorporarse luego, definitivamente, a Radio Nacional de España, donde trabajará hasta 1987, año en que se jubila. Durante todos esos años la actividad literaria de José Hierro fue intensa. En 1953 Pablo Beltrán de Heredia le publica en Santander una Antología poética, por la que obtiene, en el mes de diciembre, el Premio Nacional de Poesía. En 1954 Ediciones Cantalapiedra publica en Santander la edición comercial de la Antología poética. Un año más tarde es publicada Estatuas yacentes, en la Colección «Clásicos de todos los años», que edita en Santander, privadamente, Pablo Beltrán de Heredia. Su libro Cuanto sé de mí se publica en 1957 y con él recibe el Premio de la Crítica. También se publica un volumen recopilatorio de los dos primeros libros de Hierro, precedidos de un prólogo suyo, con el título Poesía del momento. Comienza a escribir los poemas del Libro de las alucinaciones, que se concluirá en 1963. La Fundación March le concede el Premio de Poesía en 1960. A principio de los años '60 Hierro realiza crítica de arte en diversas publicaciones, así como también dirige una tertulia poética en el Ateneo, que acaba siendo censurada, por problemas políticos, y tiene que trasladarse a la librería Abril, en la calle del Arenal; la tertulia de esta librería, dirigida por Carmina Abril, José Gerardo Manrique de Lara y José Hierro, se inaugura con una lectura de poemas por parte de Vicente Aleixandre. En 1962 ve la luz la primera edición de sus Poesías completas: 1944-1962 (Vicente Giner, Madrid). También es incluido en la famosa y polémica antología Veinte años de poesía española: 1939-1959, editada en Barcelona por José María Castellet. Se publica el Libro de las alucinaciones en 1964 y en ese mismo año recibe el Premio de Crítica. Al año siguiente es incluido en Poesía española contemporánea. Antología (1939-1964). Poesía social, libro preparado para la Editorial Alfaguara por Leopoldo de Luis. En 1980 es nombrado Miembro de Honor de la “Society of Spanish and Spanish-American Studies”. Aurora de Albornoz publica una extensa Antología de la obra poética de Hierro (Visor, Madrid), que tendrá una segunda edición en 1985. En 1981 recibe el Premio Príncipe de Asturias de Literatura. El Consejo de Gobierno de la Diputación Regional de Cantabria, le concede en 1982 el título de “Hijo adoptivo y poeta de Cantabria”. Seis sonetos olvidados y el libro Emblemas neurorradiológicos, con ilustraciones de Jesús Muñoz es publicado en 1990 y también se le concede a José Hierro el Premio Nacional de las Letras españolas de este año. Con el título de Prehistoria literaria son publicados en 1992 numerosos poemas, en su mayor parte inéditos. Esta obra, publicada por la misma editorial, que en 1947 sacara a la luz su primer trabajo, consta de una treintena de poemas escritos durante el bienio 1937-1938. Un nutrido grupo de escritores y pintores le brinda homenaje en 1993 a través del libro Encuentros con José Hierro, que es editado por el Ministerio de Cultura con motivo del Premio de las Letras Españolas obtenido por él en 1990. Durante 1995 es galardonado con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más importante en el ámbito poético español y es además es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Estuvo trabajando siete años en su libro Cuadernos de Nueva York que se publica en 1998, el cual, esta compuesto por 32 poemas. Este libro es considera por la crítica como una obra mayor de la poesía contemporánea y fue galardonado el 27 de marzo de 1999 con el Premio de la Crítica en la modalidad de poesía. Es galardonado con el Premio de Literatura Miguel de Cervantes el 9 de diciembre de 1998. Un año mas tarde es elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua. Falleció el 21 de diciembre del 2002 en Madrid, aquejado de una insuficiencia respiratoria.





EVOCACIÓN

Hoy sé que los quebrados son olivos
cercados en el área de la escuela.
Hoy sé que llevan remo y blanca vela
los amados balandros adjetivos.



Hoy sé que aquellos tiempos están vivos,
que cada asignatura es centinela
que vigila un recuerdo y lo revela
con gesto y con presencia redivivos.



Me encontré solitario, inerte, ciego,
sin risueño pasado, sin el juego
alegre entre los vientos del verano,



y yo busqué en los álamos mi vida
y al no encontrarla la creí perdida,
y estaba aquí, al alcance de la mano.

(De Prehistoria literaria, 1939)

LUZ DE TARDE

Me da pena pensar que algún día querré ver de nuevo este espacio,
tornar a este instante.
Me da pena soñarme rompiendo mis alas
contra muros que se alzan e impiden que pueda volver a encontrarme.
Estas ramas en flor que palpitan y rompen alegres
la apariencia tranquila del aire,
esas olas que mojan mis pies de crujiente hermosura,
el muchacho que guarda en su frente la luz de la tarde,
ese blanco pañuelo caído tal vez de unas manos,
cuando ya no esperaban que un beso de amor las rozase...
Me da pena mirar estas cosas, querer estas cosas,
guardar estas cosas. Me da pena soñarme volviendo a buscarlas, volviendo a buscarme,
poblando otra tarde como esta de ramas que guarde en mi alma,
aprendiendo en mí mismo que un sueño no puede volver otra vez a soñarse.

(De Alegría, 1947)




CANCIÓN DE CUNA PARA DORMIR A UN PRESO

La gaviota sobre el pinar.
(La mar resuena.)
Se acerca el sueño. Dormirás,
soñarás, aunque no lo quieras.
La gaviota sobre el pinar
goteado todo de estrellas.
Duerme. Ya tienes en tus manos
el azul de la noche inmensa.
No hay más que sombra. Arriba, luna.
Peter Pan por las alamedas.
Sobre ciervos de lomo verde
la niña ciega.
Ya tú eres hombre, ya te duermes,
mi amigo, ea...
Duerme, mi amigo. Vuela un cuervo
sobre la luna, y la degüella.
La mar está cerca de ti,
muerde tus piernas.
No es verdad que tú seas hombre;
eres un niño que no sueña.
No es verdad que tú hayas sufrido:
son cuentos tristes que te cuentan.
Duerme. La sombra toda es tuya,
mi amigo, ea...
Eres un niño que está serio.
Perdió la risa y no la encuentra.
Será que habrá caído al mar,
la habrá comido una ballena.
Duerme, mi amigo, que te acunen
campanillas y panderetas,
flautas de caña de son vago
amanecidas en la niebla.
No es verdad que te pese el alma.
El alma es aire y humo y seda.
La noche es vasta. Tiene espacios
para volar por donde quieras,
para llegar al alba y ver
las aguas frías que despiertan,
las rocas grises, como el casco
que tú llevabas a la guerra.
La noche es amplia, duerme, amigo,
mi amigo, ea...
La noche es bella, está desnuda,
no tiene límites ni rejas.
No es verdad que tú hayas sufrido,
son cuentos tristes que te cuentan.
Tú eres un niño que está triste,
eres un niño que no sueña.
Y la gaviota está esperando
para venir cuando te duermas.
Duerme, ya tienes en tus manos
el azul de la noche inmensa.
Duerme, mi amigo...
Ya se duerme
mi amigo, ea...

(De Tierra sin nosotros, 1947)




ARMONÍA

Quise tocar el gozo primitivo,
batir mis alas, trasponer la linde
y volver, al origen, desde el fin de
mi juventud, para sentirme vivo.
Quise reverdecer el viejo olivo
de la paz, pero el alma se me rinde.
¿Quién es sin su dolor? ¿Quién que no brinde,
sin pena, su ayer libre a su hoy cautivo?
Y ¿quién se adueñará de la armonía
universal, si rompe, nota a nota,
grano a grano, el racimo, los acordes?
¿Quién se olvida que es cuna y tumba, día
y noche, honda raíz y flor que brota,
luz, sombra, vida y muerte hasta los bordes?

(De Quinta del 42, 1952)




LAS NUBES

Inútilmente interrogas.
Tus ojos miran al cielo.
Buscas, mirando a las nubes,
huellas que se llevó el viento.
Buscas las manos calientes,
los rostros de los que fueron,
el círculo donde yerran
tocando sus instrumentos.
Nubes que eran ritmo, canto
sin final y sin comienzo,
campanas de espumas pálidas
volteando su secreto,
palmas de mármol, criaturas
girando al compás del tiempo,
imitándole a la vida
su perpetuo movimiento.
Inútilmente interrogas
desde tus párpados ciegos.
¿Qué haces mirando a las nubes,
José Hierro?

(De Cuanto sé de mí, 1957-1959)




LA FUENTE DE CARMEN AMAYA

A César González Ruano, restituyéndole lo
que tomé prestado de uno de sus magistrales artículos
No el mar, sino esta fuente junto al mar.
Y la ciudad, detrás. (Qué importa la ciudad.
La ciudad era tiempo: primero, Roma y sus murallas,
y sucesivamente, peces de barras rojas en el lomo,
rejerías y olivas, el poderío de las naves
de la Corona de Aragón.
Más tarde, un diálogo de humos.)
La ciudad era un diálogo de aguas
―la fuente, el mar―; la vida, un diálogo de aguas,
una chiquillería desnudita y morena.
Y un griterío, un amontonamiento
en aquel aire cálido.
Y olor a hogueras, que no tienen tiempo.
Siempre a espaldas del tiempo.
Y nada más que ojos oscuros
para mirar, mirar, mirar...
Esto ocurría en lo que llaman,
los que no son de nuestra raza, pasado.
De noche me acercaba a las olas.
Las olas no ocultaban ruiseñores
como el agua del cántaro que yo apoyaba en la cadera.
De noche, entre las olas, de cara al tiempo congelado,
sonaba el mar a hojas de otoño, pisoteadas por los pájaros.
Ceñía mis tobillos de diamantes.
Allí era el reino del vaivén, del ritmo,
de lo eterno acunado. El mar tampoco,
como si fuera de mi raza, se encadenaba al tiempo.
Sonaba en mis oídos el ruiseñor del agua de la fuente,
oía los rumores del mundo.
Mi sangre era el mar mismo.
Me contagiaba de su movimiento.
Me enseñaban las olas a no morir jamás.
Lo sin tiempo es la muerte. Y aquello, el ritmo,
el tiempo vivo, pero detenido; algo que no conoce
ni principio ni fin, que no parte ni llega.
Era el mar y la fuente junto al mar.
Y entre los dos estaba yo.
Igual que ahora. Nuevamente unidos.
Cuántos racimos de años habrá exprimido el mar.
Por cuántos sitios ―horas y lugares, qué sé yo―,
lo que dicen países, he llevado el centelleo de la espuma,
el oleaje de la llama...
Es posible que yo parezca diferente.
También quizás la fuente parezca diferente a los demás.
Yo no lo sé. Juntos estamos el mar, la fuente, yo.
Vinieron las autoridades,
artistas, periodistas, gentes que leen mi nombre en los
periódicos.
Me dijeron que era mía la fuente
(cómo podían darme lo que era mío, mi vida, el mar, las
nubes).
No pudieron matar mi vida, restituirme al tiempo,
cuando hablaban y hablaban del ayer, la gitana
de Somorrostro, y otra vez aquello del arte y de la gloria,
y más palabras sin sentido
que siguen pronunciando mientras me acerco hasta mi
fuente,
y adorno mis muñecas con sus helados brazaletes,
y humedezco mis sienes, mezclo sus aguas con mis
lágrimas.
Porque ahora pienso que he olvidado el cántaro,
y la tarde se queda sin ruiseñor que la ilumine,
y tengo miedo de volver sin agua,
y no sé dónde está el cántaro
y mi madre me va a reñir
porque a ver cómo vamos a guisar,
a lavar la ropita de los niños...
Y yo no sé qué le diré para que pueda comprenderlo.

(De Libro de las alucinaciones, 1964)




LOPE, LA NOCHE. MARTA

He abierto la ventana. Entra sin hacer ruido
(afuera deja sus constelaciones).
«Buenas noches, Noche».
Pasa las páginas de sombra
en las que todo está ya escrito.
Viene a pedirme cuentas.
«Salí al rayar el alba ―digo―.
Lamía el sol las paredes leprosas.
Olía a vino, a miel, a jara»
(Deslumbrada por tanta claridad
ha entornado los ojos).
La llevan mis palabras por calles, ascuas, no lo sé:
oye la plata de las campanadas.
Ante la puerta de la iglesia
me callo, me detengo ―entraría conmigo
si yo no me callase, si no me detuviera―;
yo sé bien lo que quiere la Noche;
lo de todas las noches;
si no, por qué habría venido.
Ya mi memoria no es lo que era. En la misa del alba
no dije Agnus Dei qui tollis pecata mundi,
sino que dije Marta Dei (ella también es cordero de Dios
que quita mis pecados del mundo).
La noche no podría comprenderlo,
y qué decirle, y cómo, para que lo entendiese.
No me pregunta nada la Noche,
no me pregunta nada. Ella lo sabe todo
antes que yo lo diga, antes que yo lo sepa.
Ella ha oído esos versos
que se escupen de boca en boca, versos
de un malaleche del Andalucía
―al que otro malaleche de solar montañés
llamara «capellán del rey de bastos»―
en los que se hace mofa de mí y de Marta,
amor mío, resumen de todos mis amores:
Dicho me han por una carta
que es tu cómica persona
sobre los manteles, mona
y entre las sábanas, Marta.
qué sabrá ese tahúr, ese amargado
lo que es amor.
La Noche trae entre los pliegues de su toga
un polvillo de música, como el del ala de la mariposa.
Una música hilada en la vihuela
del maestro del danzar, nuestro vecino.
En la cocina estará escuchando Marta;
danzará, mientras barre el suelo que no ve,
manchado de ceniza, de aroma, de trigo candeal,
de jazmines, de estrellas, de papeles rompidos.
Danza y barra Marta.
Pido a la Noche que se vaya. Hasta mañana, Noche.
Déjame que descanse. Cuando amanezca regaré el jardín,
saldré después a decir misa.
―Deus meus, Deus meus, quare tristis est amina mea―
luego volveré a casa, terminaré una epístola en tercetos,
escribiré unas hojas
de la comedia que encargaron unos representantes.
Que las cosas no marchan bien en el teatro,
y uno no puede dormirse en los laureles.
Hasta mañana, Noche.
Tengo que dar la cena a Marta,
asearla, peinarla (ella no vive ya en el mundo nuestro),
cuidar que no alborote mis papeles,
que no apuñale las paredes con mis plumas
―mis bien cortadas plumas―,
tengo que confesarla. «Padre, vivo en pecado»
(no sabe que el pecado es de los dos),
y dirá luego: «Lope, quiero morirme»
(y qué sucedería si yo muriese antes que ella).
Ego te absolvo.
Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla,
aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos,
de lugares vividos y soñados: de lo que fue
y que no fue y que pudo ser mi vida.
Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar.

(De Agenda, 1991)




LEAR KING EN LOS CLAUSTROS

Di que me amas. Di “te amo”.
Dímelo por primera y por última vez.
Sólo: “te amo”. No me digas cuánto.
Son suficientes esas dos palabras.
“Más que a mi salvación”, dijo Regania.
“Más que a la primavera”, dijo Gonerila.
(No sospechaba que mentían).
Di que me amas. Di “te amo”,
Cordelia, aunque me mientas,
aunque no sepas que te mientes.
Todo se ha diluido ya en el sueño.
La nave en que pasé la mar,
fustigada por los relámpagos
era un sueño del que aún no he despertado.
Vivo abrazado por un sueño,
inerme en su viscosa telaraña,
para toda la eternidad,
si es que la eternidad no es un sueño también.
La tempestad me arrebató al Bufón,
al pícaro azotado, deslenguado, insolente,
que era mi compañero, era yo mismo,
reflejo mío en los espejos
cóncavos y convexos que inventó Valle-Inclán.
Los brazos de las olas me estrellaron
contra el acantilado. Y un buen día,
ya no recuerdo cuándo, desperté,
y hallé sobre la arena
piedras labradas con primor,
sillares corroídos, lamidos y arañados
por los dientes y garras de las algas.
Entonces, desatado del sueño,
comencé a rehacer el mundo mío
que se desperezaba bajo un sol diferente.
Y aquí está al fin, delante de mis ojos.
Oigo cómo jadea
con la disnea del agonizante, del sobremuriente.
Espero a que tú llegues
y me digas, “te amo”.
Conservo aquí los cielos que viajaron conmigo
grises torcaces de Bretaña, cobaltos de Provenza,
índigos de Castilla.
Sólo tú eres capaz de devolverles
la transparencia, la luminosidad
y la palpitación que los hacían únicos.
Aquí están aguardándote.
Quiero oírte decir, Cordelia, “te amo”.
Son las mismas palabras de salieron
de labios de Regania y Gonerila,
no de su corazón. Más tarde
se deshicieron de mis caballeros,
hijos del huracán, bravucones, borrachos,
lascivos, pendencieros... Regresaron
al silencio y la nada.
La niebla disolvió sus armaduras,
sus yelmos, sus escudos cincelados,
aquel hervor y desvarío
de águilas, quimeras, unicornios,
cisnes, delfines, grifos...
¿Por qué reino cabalgan hoy sus sombras?
Mi reino por un “te amo”, sangrándote en la boca.
Mi eternidad por sólo dos palabras.
Susúrralas o cántalas sobre un fondo real
―agua de manantial sobre los guijos,
saetas que desgarran con su zumbido el aire―
así la realidad hará que sean reales
las palabras que nunca pronunciaste
―¡por qué nunca las pronunciaste!―
y que ultrasuenan en un punto
del tiempo y del espacio
del que tengo que rescatarlas
antes de que me vaya.
Ven a decirme “te amo”;
no me importa que duren tus palabras
lo que la humedad de una lágrima
sobre una seda ajada.
En esta paz reconstruida
―sé que es tan sólo un decorado― represento
mi papel; es decir, finjo,
porque ya he despertado.
Ya no confundo el canto de la alondra
con el del ruiseñor. Y aquí vivo esperándote,
contando días y horas y estaciones.
Y cuando llegues, anunciada
por el sonido de las trompas
de mis fantasmales cazadores,
sé que me reconocerás
por mi corona de oro (a la que han arrancado
sus gemas la urracas ladronas),
por la escudilla de madera que me legó el bufón
en la que robles y arces depositan
su limosna encendida, su diezmo volandero,
el parpadeo del otoño.
Ven pronto, el plazo ya está a punto
de cumplirse. Y no me traigas flores
como si hubiese muerto.
Ven antes de que me hunda
en el torbellino del sueño.
Ven a decirme “te amo” y desvanécete enseguida.
Desaparece antes de que te vea
sumergida en un licor trémulo y turbio,
como a través de un vidrio esmerilado.
Antes de que te diga:
“yo sé que te he querido mucho,
pero no recuerdo quién eres”.

(De Cuaderno de Nueva York, 1998)




LOS CLAUSTROS

No, si yo no digo
que no estén bien en donde están:
más aseados y atendidos
que en el lugar en que nacieron,
donde vivieron tantos siglos.
Allí el tiempo los devoraba.
El sol, la lluvia, el viento, el hielo,
los hombres iban desgarrándoles
la piel, los músculos de piedra
y ofrendaban el esqueleto
―fustes, dovelas, capiteles―
al aire azul de la mañana.
Atormentados por los cardos,
heridos por las lagartijas,
cegados por los estorninos,
por las ovejas y las cabras
No, si yo no digo
que no estén mejor donde están
―en estos refugios asépticos―
que en las tabernas de sus pueblos,
ennegrecidos los pulmones
por el tabaco, suicidándose
con el porrón de vino tinto,
o con la copa de aguardiente,
oyendo coplas indecentes
en el tiempo de la vendimia,
rezando cuando la campana
tocaba a muerto.
No, si yo
no diré nunca que no estén
mucho mejor en donde están
que en donde estaban...
¡Estos claustros...!

(De Cuaderno de Nueva York, 1998)




EN SON DE DESPEDIDA

No vine sólo por decirte
(aunque también) que no volveré nunca,
y que nunca podré olvidarte.
Emprendo la tarea
(imposible, si es que algo hay imposible)
de racionalizar, interpretar, reconstruir y desandar
aquellas fábulas y hechizos
que gracias a ti fueron realidad.
Recupero los pasos iniciados a la orilla del río
y que desembocaban en “Kiss Bar” (aunque no estoy
seguro
dónde estaba el principio y dónde el fin).
Estoy cansado, muy cansado.
Don Antonio Machado dijo hace más de sesenta años
“Soy viejo porque tengo más de setenta años,
que es mucha edad para un español”.
(Sin comentarios).
He vivido días radiantes
gracias a ti. Entre mis dedos se escurrían
cristalinas las horas, agua pura. Benditas sean.
Fue un tercer grado carcelario:
regresas a la cárcel por la noche,
por el día ―espejismo― te sientes libre, libre, libre.
Nadie pudo, ni puede, ni podrá por los siglos de los siglos
arrebatarme tanta felicidad.
Yo no he venido ―te lo dije―
para decirte adiós. Sé que no me echarás de menos,
y eso que yo soñaba ser todo para ti
como tú lo eres todo para mí.
¡Ay vanidad de vanidades y todo vanidad!
No te importuno más (ni siquiera sé si me escuchas).
Bebo el último whisky en el “Kiss Bar”,
la última margarita en “Santa Fe”,
rodeo luego la ciudad y su muralla de agua
en la que ya no queda nada que fue mío.
Desisto de adentrarme en su recinto,
no tengo fuerzas para celebrar
la melancólica liturgia de la separación
Sólo deseo ya dormir, dormir,
tal vez soñar...

(De Cuaderno de Nueva York, 1998)




ADAGIO PARA FRANZ SHUBERT
(Quinteto en Do mayor)

A Paca Aguirre

I
Apenas vaho sobre el cristal
con ademanes de ceniza, con estelas de niebla,
señala el mayordomo el lugar reservado
a cada uno de los comensales,
y susurra sus nombres con sílabas de ráfaga.
Franz ―todos― bebe copas, copas, copas
de un oro ajado, de un resplandor marchito,
una luz madura en otras tierras
diluidas en la memoria.
¿Dónde estarán los compañeros que no ve?
Acaso fueron arrastrados por las aguas de Heráclito
hasta donde el ocaso se remansa y languidece.
Han cesado las risas. Las palabras son ascuas.
Todo es en este instante
desolación, herrumbre, acabamiento.
Huele a manzanas y a membrillos
demasiado maduros.
A través del ojo de buey
Franz contempla los días
que se aproximan navegando.
La ciudad que lo espera le saluda
con sus brazos alzados a las nubes,
enfundados en terciopelo gris.
Paralizado, congelado, el tiempo
va adquiriendo la pátina de estar atardeciendo,
otoñándose sobre el mar,
sobre la muerte, sobre el amor, sobre la música
que se libera, misteriosamente,
de nadie sabe qué prisiones.

II
Esta música lleva mucha muerte dentro.
El amor lleva dentro mucha música,
mucho mar, mucha muerte.
La muerte es un amor que habla con el silencio.
El amor es una melodía hija del mar y de la muerte:
asciende, gira, enlaza el cuerpo, lo encadena
hasta asfixiarlo despiadadamente.

III
La nave fantasmal ―pero real― navega
sobre el amor, sobre la muerte
(también sobre el olvido),
y glisa sobre el arpa de las olas,
navega sobre el agua como el laúd sobre la música
(y es que música y mar tienen el mismo origen).
Este mar lleva dentro mucha música,
mucho amor, mucha muerte.
Y también mucha vida.

IV
...Y también mucha vida.
No sólo la que testimonia
el hervor de los brazos blanquísimos de las olas
al otro lado del cristal ―solar, lunar― del camarote,
sino la que agoniza en el lado de acá.
Abanicos de plumas y de oro empiezan a girar.
Giran y giran cada vez más vertiginosamente
―acelerando, siempre acelerando―
absorbidos, cautivos, reclamados por bocas abisales,
fraques azules, grises, rumor de besos y batir de alas,
ojos ennoblecidos por las lágrimas,
labios besados hondamente, que por eso
tienen más vida que quitar,
y el giro, el giro, el vértigo del vals,
el del polaco tísico
que escuchaba en la Valldemosa invernal
golpear insistente sobre el suelo la gota de agua.
El vals futuro, felicidad florida
de la dinastía risueña de los vieneses
resucitados cada 1 de enero en los televisores,
supervivientes de un imperio feliz e injusto
que ya no puede ser.
Son absorbidos, chupados, esclavizados
por lo hondo tenebroso. En el embudo
caen y desaparecen gorjeos de las aves
de los bosques de Viena, huéspedes de las ramas
húmedas de los tilos y los abedules,
aroma de grosellas y frambuesas,
de fresas y de arándanos: todos aprisionados
en las redes de escarcha del otoño.
El implacable sumidero
devora tules, sedas, lámparas de luz azulada,
nubes que se suicidan arrojándose
al hueco que termina
en el corazón verde del mar,
en la hoguera sombría y helada de la nada,
en lo fatal, irreversiblemente mudo.
Los invisibles compañeros
contemplan aterrados y desamparados
ese derrumbamiento que acaba en el silencio.

V
...El silencio que surca el ataúd de caoba.
a sus desvanecidos compañeros.
Con la clarividencia del moribundo
oye su despedida, sus adioses
con voces de violines, de violas, de violonchelos.
Sonaban a diamante y penumbra.
La nave ―¿o ataúd?― en que Franz llega,
irremediablemente solo, cabecea sobre las ondas,
las azota su quilla con ritmo sosegado:
―chasquido, pellizcado, pizzicatto sombrío―
entre dos nadas, entre dos nuncas.

VI
...Entre dos nuncas. El recién llegado
contempla el cielo encajonado
entre dos muros, entre dos sombras, entre dos silencios,
entre dos nadas.
Sentado sobre su banco de cemento
saca de su bolsillo unos trozos de pan,
los desmiga. Da de comer a las palomas.

(De Cuaderno de Nueva York, 1998)




ORACIÓN EN COLUMBIA UNIVERSITY

A Dionisio Cañas

Bendito sea Dios, porque inventó el silencio,
y el chirrido de la chicharra,
y el lagarto de fastuoso traje verde,
y la brasa hipnotizadora
(horizontal crepúsculo pudo haberla llamado
don Pedro Calderón de la Barca en el declive del Barroco).
Bendito sea Dios que inventó el agua
el agua sobre todo.
Bendito sea Dios porque inventó el amanecer
y el balido que lo poblaba.
Ahora vuelvo a escuchar aquella melodía.
El arroyo arpegiaba sobre cantos rodados,
hacía el contrapunto.
Suena el concierto en mi memoria.
O puede que se trate
de una música diferente:
la que escuchó, primero, entre los arrayanes de Granada
Federico García Lorca,
y luego aquí, rescatada,
en Columbia University.
Bendito sea Dios que inventó los prodigios
que contaba mi padre
perfumado de espliego y de tomillo. E
ran historias de ciudades mágicas
en las que el agua circulaba
por venas de metal, agua caliente y fría
(nos lo contaba al borde del regato,
helado en el invierno, seco en estío:
“Venga, a lavarse, coño, guarros”.
Y obedecíamos).
Bendito sea Dios que inventó la cabra -la cabra
que rifaba por los pueblos-
mucho antes que Pablo Picasso,
con barriga de cesto de mimbre
y tetas como guantes de bronce.
Maldito sea Dios porque inventó el estaño
parpadeante del olivo,
ramas y tronco de Laoconte,
y aquella sombra trágica de catafalco y oro:
un rayo congelado en la mano siniestra
y en la diestra un crepúsculo.
Maldito sea Dios porque inventó a mi padre
colgado de una rama del olivo
poco después de recogerse la aceituna.
No puedo perdonárselo.
Pero eso fue más tarde.
Antes fueron los niños.
Bendito sea Dios que inventó aquellos niños,
vestidos como príncipes o pájaros.
Con voces de cristal, "Papá", decían a su padre.
Bendito sea Dios por inventar una palabra
milagrosa, jamás oída,
y su padre correspondía
con vaharadas de ternura.
Maldito sea Dios, porque yo quise
arrezagarme en la ternura
pronunciando la mágica palabra
entonces descubierta. “¿Papá?” “Mariconadas,
si te la vuelvo a oír te llevas una hostia”.
Bendito sea Dios porque inventó los años,
1970, 1980, 1990…,
inventó el fuego, el oro viejo
de los arces de otoño,
y estos ríos profundos como penas,
largos como el olvido o el recuerdo,
hospitalarios, generosos,
por los que la ciudad va navegando
hasta la mar, que es el morir.
Bendito sea Dios que inventó libros sabios.
Se daba nombre en ellos
a lo que antes no lo tenía.
Bendito sea Dios porque inventó licenciaturas
masters, campus con risas y con marihuana,
laboratorios y celebraciones
con cantos en latín, gaudeamus igitur,
todo situado en niveles distintos del tiempo.
Bendito sea Dios que inventó la memoria
y que inventó el silencio de este lugar aséptico,
y las venas metálicas ocultas
en las que el agua espera
unas manos liberadoras que les devuelvan su canción.
Ahora sé que mi padre está vengado.
Mi padre, descolgado del olivo
pronuncia con mis labios las palabras totémicas,
y se estremece este recinto sagrado.
“Coño, joder, carajo, a lavarse la cara, hostias”.
Y abro los grifos, lavabos, duchas, retretes,
se desbordan las aguas que él soñaba
en la choza de adobe y paja,
cantan la gloria de la recuperación,
y mi padre navega por las aguas,
le provoco, gritándole desconsolado.
“¡Papá!”. “Mariconadas”, me contesta.
ahogado, recuperado,
navegante por los canales de oro,
vivo ya para siempre.

(De Cuaderno de Nueva York, 1998)